lunes, 9 de febrero de 2009
MIGUEL ANGEL DE QUEVEDO
Miguel Ángel de Quevedo: “El apóstol del árbol”
Miguel Ángel de Quevedo nació en el seno de una próspera familia de Guadalajara el 27 de septiembre de 1862. De acuerdo a una extraña reconstrucción, una de las primeras imágenes que vio Miguel desde su cunero, fue la de un árbol. Si así fue, representó un apropiado comienzo para un hombre que durante su fructífera vida llegaría a considerársele como “el Apóstol del Árbol”. En su juventud, Miguel no mostró especial inclinación hacia la naturaleza. Ciertamente, su niñez fue la típica para una persona de su clase. Como otros niños de clase alta, gozó de una variedad de privilegios, incluyendo una educación clásica en las mejores escuelas de Guadalajara. Como tenía una mente despierta, Miguel comenzó su educación universitaria en el seminario de Guadalajara en los primeros años de su adolescencia. Su inteligencia, junto con la riqueza de su familia, parecía asegurarle un futuro tranquilo. Sin embargo, ni la inteligencia ni la riqueza representaban una garantía contra la tragedia. La madre de Miguel murió cuando él tenía diez años, la causa de su deceso fue atribuida a las penurias que soportó al hacerse cargo de su esposo enfermo. Siete años después, su padre sucumbió debido a la plaga. La custodia del huérfano quedó a cargo de un tío que era el canónigo en una iglesia en Bayonne, Francia. Además de tener que hacer frente a la muerte de su padre, y tener que ajustarse a una cultura extranjera, Miguel empezó a pensar acerca de una futura carrera. Debido a su experiencia en el seminario y la posición de su tío como canónigo, muchos de sus parientes pensaron que abrazaría el sacerdocio. Miguel, empero, reaccionó al vislumbrar una vida de celibato y, por ello, su tío discutió con él la posibilidad de que fuera doctor, pero esta idea tampoco le atrajo. Aunque prefería ser ingeniero, principalmente porque esa era la profesión de su hermano mayor, realmente no tenía planes definidos. La futura carrera de Miguel Ángel de Quevedo fue el producto tanto de la suerte como de su decisión. Fue conformada no sólo por la educación que recibió en Francia, sino por el paisaje de Francia en si mismo, ya que los años que Miguel permaneció ahí fueron claves para la conformación de sus actitudes hacia la naturaleza y la conservación. El gusto de Quevedo por la naturaleza comenzó en los Pirineos. Después de mejorar su rudimentario conocimiento del francés en el Colegio de San Luis, en Bayonne, se cambió al Colegio de Resorre, que estaba localizado cerca de las montañas. Ahí, sus maestros entremezclaron sus enseñanzas con viajes al campo, terminando, frecuentemente, con un chapuzón en un frío arroyo de la montaña. Las frecuentes excursiones de Quevedo a los Pirineos le inspiraron un cariño hacia los bosques y hacia las montañas. Después de Resorre, Quevedo fue a la Universidad de Burdeos, donde recibió el grado de bachiller en ciencias en 1883. Con su título y una recomendación de Gaston Planté, un miembro de la Academia de Ciencias de Francia, Quevedo marchó a París para proseguir su educación. Planté, cuya abuela era mexicana, se interesaba especialmente en estudiantes latinoamericanos prometedores que estaban recibiendo su educación en Francia. Quevedo le había comunicado su interés por estudiar ingeniería, pero poco después de llegar a París se vio absorbido en el debate que rodeaba al tratado de Camille Flamarion titulado Pluralidad de los mundos habitados y rápidamente se inscribió en el Instituto de Astronomía y Meteorología de Flamarion, una decisión que enfureció a Planté. Planté acusó a su joven pupilo de tener una atracción atávica hacia la astronomía (compartiendo la fascinación de los aztecas por las estrellas) y de abandonar los intereses de su país, que necesitaba ingenieros y no astrónomos. Eventualmente, Planté pudo persuadirlo de estudiar ingeniería en la Escuela Politécnica. En dicha Escuela, Quevedo aprendió de la importancia de la conservación de los bosques. En un curso de agricultura hidráulica, el profesor Alfredo Durand-Claye advirtió a sus estudiantes que un ingeniero hidráulico que no tuviera conocimientos forestales era "deficiente, un zopenco que hará graves errores." En charlas privadas con Quevedo, Durand-Claye insistía que un conocimiento de silvicultura era más necesario aún en México que en otras naciones, ya que México era un país montañoso que sufría de lluvias torrenciales y prolongadas sequías. El consejo de Durand-Claye se convirtió en una parte integral del pensamiento de Quevedo. Quevedo también apreciaba las enseñanzas del prominente ingeniero francés Paul Laroche. Laroche, que daba un curso de obras marítimas, le marcó sobre la importancia de los puertos modernos para el desarrollo de México. Llevó a Quevedo a un recorrido por varios puertos franceses y lo instó a visitar otros por su cuenta. Una de las obras marítimas que más impresionó a Quevedo fueron las dunas arboladas artificialmente, que los franceses habían creado en el litoral como una protección de las tormentas invernales. Después de recibir su diploma como ingeniero civil (con especialización en ingeniería hidráulica) en 1887, Quevedo volvió a México ansioso de aplicar lo que había aprendido en la Escuela. A causa de los obstáculos elementales que enfrentó desarrollando varios proyectos de ingeniería, Quevedo recordaba constantemente el consejo de Durand-Claye sobre la necesidad de protección forestal en México. El primer trabajo de Quevedo fue como supervisor de las obras de drenaje (el proyecto de desagüe) en el Valle de México. Iniciándolos a principios del siglo diecisiete, la municipalidad de México había emprendido proyectos de drenaje para eliminar las inundaciones en el Valle de México, mediante el abatimiento de los niveles del lago. Quevedo trabajó en el más grande y más exitoso proyecto de drenaje en la historia de México. Supervisó la construcción del Gran Canal y de un gran túnel en el extremo noreste del valle que sacaría miles de metros cúbicos de los lagos que rodeaban a la Ciudad de México (el proyecto de desagüe se terminó en 1900). Como una rama de su trabajo, el joven ingeniero estudió la historia de los proyectos de drenaje en el Valle de México. Quevedo citaba la observación de Humboldt de que la desforestación de las montañas que circundaban al Valle de México era responsable de las inundaciones que sufría la ciudad. Implicaba que las inundaciones continuarían en el Valle a menos que se protegiera a los bosques, independientemente del proyecto del desagüe. También aludía a las advertencias que había hecho José Antonio Alzate y Ramírez de que los lagos que rodeaban a la Ciudad de México no deberían de desecarse completamente porque los pobres necesitaban las aguas para cazar y pescar. También había sido influenciado por el cronista español Juan de Torquemada, quien creía que una reducción en el tamaño de la zona lacustre del valle produciría una mayor incidencia de enfermedades debido a las polvaredas y a los malos vapores (los que, según argumentaba, eran diluidos por el aire húmedo que venía de los lagos). Quevedo creía que las advertencias que habían hecho Alzate y Torquemada, entre otros, habían sido atendidas: "Tomando en cuenta las opiniones de varios doctores y gente ilustre, el actual proyecto de drenaje, por razones de salud, no ha buscado el drenaje completo de los lagos de la Ciudad de México, sino simplemente desaguarlos a niveles que eviten las inundaciones." El proyecto de desagüe, empero, extrajo más agua de los lagos del valle de lo que Quevedo había anticipado. Para 1920, el proyecto de desagüe había drenado aproximadamente seiscientas millas cuadradas de antiguos lechos lacustres en el Valle de México. De acuerdo con los indígenas en el valle, el drenaje de los humedales ha tenido como resultado una notoria disminución en las poblaciones de aves acuáticas. Otros empezaron a relacionar la desecación de los lagos de la región, con las tormentas de polvo, cada vez más severas, que azotaban a la Ciudad de México y con el calentamiento del piso del valle. Más tarde Quevedo minimizó la contribución del proyecto de desagüe a este fenómeno meteorológico, argumentando que la eliminación del amortiguador forestal tenía la culpa de la intensidad de las tormentas de polvo que se originaban en los secos lechos lacustres. Pensaba que los cambios climáticos en la cuenca eran el resultado de la desforestación más que de la pérdida de agua. Quevedo nunca estuvo tan consciente de los problemas ecológicos que fueron resultado del proyecto de drenaje como lo estuvo de los problemas causados por la desforestación. La asociación de Quevedo con el proyecto de drenaje llegó a un abrupto fin a principios de 1889, cuando cayó de una góndola mientras inspeccionaba trabajos en un túnel (el operador cambió descuidadamente de carril). Quevedo permaneció inconsciente mientras la góndola pasaba sobre su espalda. Si hubiera caído unas cuantas pulgadas hacia el otro lado, el carro le hubiera aplastado el cráneo. Al fin, Quevedo escapó con lesiones que, aunque eran serias, no lo incapacitaban permanentemente. Sin embargo tuvo que renunciar al proyecto del drenaje. Después de recuperarse del accidente, Quevedo logró un puesto como consultor de una compañía de ferrocarriles en el Valle de México. Mientras supervisaba la construcción de unas líneas en el sector oeste del valle, Quevedo fue testigo personal de las destructivas inundaciones que asolaban la región. Contempló sobrecogido como las torrenciales aguas derribaban los soportes del puente, arrastraban la ropa recién lavada que había sido extendida a secar en los matorrales y las rocas, y todavía llegaba a arrastrar chivos, ovejas y terneros. Así, además de detener el avance de las líneas de ferrocarril en el valle, estas inundaciones tenían un impacto devastador sobre los pobres, que perdían su ganado y, a veces, sus propias vidas. Al explorar las colinas y los cañones de los cuales provenían las rugientes aguas, Quevedo descubrió que estaban "completamente pelonas por la destrucción de los antiguos bosques y me di cuenta de la absoluta necesidad de la reforestación." Ya entonces comprendió la importancia de los bosques para el bienestar público. El gobierno de nuevo requirió los servicios de Quevedo cuando lo nombró director de obras portuarias en Veracruz. Por tres años (1890-1893), sus cuadrillas trabajaron asiduamente bajo adversas condiciones para terminar la construcción de un gran dique a la entrada de la bahía. Durante los meses de invierno, los fuertes vientos estrellaban arena en la cara de los trabajadores, y se perdían muchas horas quitando la tierra del lugar de trabajo. Y también estaba la grave amenaza que representaban la fiebre amarilla y la malaria: los pantanos de Veracruz eran el perfecto lugar de cría para los mosquitos que transmitían estas enfermedades. Una década después, Quevedo regresó a Veracruz para plantar árboles como un medio para reducir la severidad de las tormentas de arena y la incidencia de la fiebre amarilla y la malaria. Por el momento, el vínculo más permanente de Quevedo con la región, fue su casamiento con una veracruzana. En 1893, una compañía hidroeléctrica franco-suiza contrató a Quevedo para investigar el potencial de energía hidráulica en México. El reporte que presentó a sus patrones fue sobre como la reducción del flujo de las corrientes de agua y la sedimentación estaban reduciendo la producción de energía eléctrica en presas ubicadas cerca de áreas donde los árboles habían sido fuertemente talados. Durante sus siete años como consultor de la compañía, encontró amplia evidencia para apoyar su opinión de que los bosques jugaban un papel crítico en regular el ciclo hidrológico. En 1901, Quevedo habló sobre este asunto ante el Segundo Congreso Nacional sobre Clima y Meteorología. Fijó la idea en los asistentes a la conferencia sobre como la destrucción de los bosques afectaba negativamente las provisiones de agua: "La falta de vegetación en extensas áreas de nuestro país y, particularmente, la falta de bosques agrava, de manera muy peligrosa, la irregularidad de las lluvias y de las corrientes de agua, a tal grado que las soluciones a los problemas de riqueza agrícola e industrial serán imposibles si uno sigue talando los bosques." Posteriormente mantuvo que la desforestación había culminado con sequías en el México central y en la desertificación de áreas alguna vez relativamente verdes en el norte de México, porque la cubierta forestal que quedaba era insuficiente para aumentar la precipitación por medio de la transpiración y el enfriamiento de la atmósfera. Además de reducir la cantidad de agua disponible para la agricultura y la industria, Quevedo aseguraba que el aumento de la aridez, que era el resultado de la destrucción de los bosques, constituía un clima menos saludable. Terminó su intervención pidiendo la adopción de leyes más enérgicas para la conservación de los bosques. El mensaje de Quevedo recibió una respuesta diversa. Algunos de los delegados rebatieron su llamado para las leyes de conservación, asegurando, en vez, que la protección de los bosques de la nación se podría lograr con solo la educación. Al final, sin embargo, el congreso acordó que, para regularizar el agua superficial y subterránea, para el mejor uso de esas aguas, y para asegurar la salud pública, era necesario restaurar y conservar los bosques y que era imperativo legislar para lograr estos fines lo más pronto posible. El apoyo más ardiente en el congreso para la posición de Quevedo vino de un grupo de naturalistas e ingenieros. Los miembros del grupo votaron por el establecimiento de una junta forestal, la (Junta Central de Bosques), para cabildear en beneficio de los bosques de México. (Después, la Junta Central de Bosques, creó una revista para publicar los resultados de las investigaciones forestales, tanto en México como en el extranjero, y para mantener un foro permanente desde el cual luchar por la protección de la riqueza forestal de México). El grupo eligió a Miguel Ángel de Quevedo como su presidente. Así empezó su larga carrera como un defensor de la conservación forestal. En 1904, el secretario de Obras Públicas, Manuel González de Cosío, pidió el consejo de la Junta Central de Bosques sobre cómo mitigar las terribles tormentas de polvo que azotaban a la Ciudad de México ese invierno. Quevedo prontamente presentó el consejo del comité: plantar más árboles; pero la salida de González de Cosío del ministerio después en ese año paralizó los esfuerzos en ese sentido. Antes de abandonar su puesto, sin embargo, González de Cosío dio un paso importante al integrar la Junta Central de Bosques al Secretaría de Obras Públicas. Así, México tuvo su primera agencia forestal solo seis años después de la creación de la Oficina del Forestal en Jefe en los Estados Unidos. A diferencia de los conservacionistas del gobierno en los Estados Unidos, sin embargo, Quevedo no estaba trabajando para un presidente comprometido con la protección de los recursos de la nación. El tenía que localizar funcionarios del gobierno que simpatizaran con su causa, dondequiera que pudiera encontrarlos. Frecuentemente, los cambios administrativos despojaban a Quevedo de valiosos aliados (como fue el caso con Manuel González de Cosío). A menudo, carecía del apoyo interno necesario para obtener financiamiento para desarrollar sus propósitos. Sin embargo, Quevedo era un hombre ingenioso. En 1901, hizo uso de su nombramiento en una comisión de obras públicas para promover, con éxito, la creación de parques en la Ciudad de México. Como el gran arquitecto paisajista de Estados Unidos, Frederick Law Olmsted, quien creó el Parque Central en la ciudad de Nueva York a mediados del siglo diecinueve, Quevedo se basó en la experiencia europea para apoyar su caso de los parques urbanos. Recientemente había asistido al Primer Congreso Internacional de Higiene Pública y Problemas Urbanos (en París en 1900), en el cual los delegados recomendaron que el quince por ciento de las zonas urbanas fuese cubierto con parques como una medida de salud pública. Se apoyó en el informe de la conferencia para convencer a los funcionarios del gobierno de que el establecimiento de parques era en beneficio del interés público. En 1900, los parques y jardines componían menos del dos por ciento de la superficie urbana abierta de la Ciudad de México. Como resultado del programa de parques de Quevedo la relación había aumentado hasta 16 por ciento al comienzo de la década siguiente. En términos numéricos, Quevedo había aumentado el número de parques en la Ciudad de México de dos a treinta y cuatro. A pesar de su éxito, el programa de creación de parques de Quevedo tenía vociferantes detractores, entre los cuales, curiosamente, se encontraban padres de familia que vivían cerca de las zonas verdes propuestas. La oposición de este grupo se basaba en el hecho de que ellos preferían los circos que funcionaban en los lotes baldíos que se convertirían en parques. Quevedo trató de convencer a los padres descontentos de que los montones de basura que se acumulaban en los terrenos baldíos eran una seria amenaza para la salud. Por contraste, los parques constituían un ambiente sano: el pasto verde crecería en lugar de los montones de basura; los árboles oxigenarían el aire; y los niños podrían jugar con seguridad mientras los fatigados padres descansaban en las bancas del parque. Los parques proporcionaban a los residentes urbanos algún contacto con la naturaleza. Con la ayuda de José Yves Limantour, Secretario de Hacienda y miembro del circulo más cercano a Díaz, Quevedo obtuvo recursos para otro proyecto crítico: la ampliación de los viveros forestales que él había establecido en Coyoacán (los Viveros de Coyoacán). Limantour, cuya amistad con Quevedo se remontaba a sus días como presidente del Grupo de Obras de Drenaje, se convirtió en un apoyo entusiasta de la tarea de Quevedo después de una visita a los viveros a principios de 1907. Se impresionó tanto por los miles de árboles que vio en los viveros, que convenció a Díaz de que visitara el lugar, después de lo cual, el presidente acordó que el proyecto merecía el apoyo del gobierno. Los Viveros de Coyoacán era la pieza central de un sistema de viveros que producían 2.4 millones de árboles en 1914.25 Muchos árboles de los viveros, incluyendo cedros, pinos, acacias, eucaliptos, fueron plantados en los lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas sobre la ciudad, mientras que otros adornaban los bulevares de la Ciudad de México y el canal central del desagüe (se plantaron 140,000 árboles entre julio de 1913 y febrero de 1914). Quevedo presentaba los viveros, parques y calles arboladas de la Ciudad de México, como una evidencia de que México era un país civilizado. Con mucha satisfacción citaba las observaciones que había hecho un periodista norteamericano, de que la Ciudad de México era una "ciudad de contrastes rodeada por asentamientos pobres y vecindarios insalubres; también tiene el hermoso bosque de Chapultepec y los grandiosos viveros de Coyoacán, como no hay otros en América." La admiración de otras naciones por los parques y los viveros de México satisfacía mucho a Quevedo. En el verano de 1907, Quevedo volvió a Europa para familiarizarse con las prácticas forestales de allá y para apoyar sus propios objetivos forestales en México. En el Segundo Congreso Internacional sobre Higiene Pública y Problemas Urbanos (llevado a cabo en Berlín), escuchó con atención a delegados que recomendaban la creación de zonas forestales protegidas alrededor de las ciudades y que los bosques fuesen usados para secar los pantanos. Ambas medidas, argumentaban los delegados, darían como resultado un medio ambiente más sano. Como parte de la conferencia, recorrió las plantaciones forestales que los berlineses habían desarrollado para drenar los pantanos alrededor de la ciudad. Después del congreso en Berlín, Quevedo se entrevistó con los directores del servicio forestal de varios países europeos. El director austríaco le organizó una visita guiada a los esfuerzos de reforestación en su país. Como parte de sus vacaciones de trabajo pasó unos cuantos momentos tranquilos en el Parque Central de Viena, al que describió como encantador. Su siguiente parada fue en Francia, donde visitó las escuelas forestales en Nancy y en la baja Charente. Se entrevistó con Lucien Daubrée, jefe del servicio forestal francés, quien le prometió ayuda financiera y personal francés para una escuela forestal mexicana. Siguiendo el consejo de Daubrée viajó a Argelia para observar personalmente las dunas de arena que los franceses habían estabilizado con árboles. Mientras estaba en Argelia, colectó semillas de pino y acacia con la esperanza de repetir el éxito de Argelia en México. Pudo implementar algunos de los programas forestales europeos en México. En 1908, Díaz aceptó la proposición de Quevedo para crear dunas arboladas artificiales en Veracruz; le convenció su argumento de que tales dunas disminuirían los problemas de las tormentas de polvo, fiebre amarilla y malaria. En este caso se puso a prueba la paciencia del gobierno, ya que tomó varios años el elevar el suelo al nivel necesario. Empero, se mantuvo el financiamiento del gobierno y, en 1913, Quevedo ya contaba con su duna artificial. En 1908, en un paso más, el gobierno francés mandó a México la ayuda y los maestros prometidos para iniciar la escuela forestal. Además de tomar cursos de arboricultura y silvicultura, los estudiantes mexicanos trabajaron en viveros forestales y en proyectos de reforestación, todo ello como parte de la preparación para convertirse en guardas forestales. En 1914, la escuela forestal y su anexo tenían treinta y dos estudiantes, un principio modesto para la profesión forestal en México. Infortunadamente, ese fue el año que revueltas políticas obligaron al cierre de la escuela. Como un primer paso para lograr el conocimiento necesario para la adecuada administración de los bosques del país, la Junta Central de Bosques completó un inventario de bosques en el Distrito Federal (la Ciudad de México y sus alrededores) en 1909. El grupo encontró que aproximadamente el 25% de la región estaba arbolado. Los bosques más grandes que se componían principalmente de abetos y pinos, se localizaban al suroeste de la Ciudad de México. La Junta Central de Bosques advirtió que la conservación de esos bosques, ya muy castigados, era esencial, porque ahí se encontraban las principales corrientes de agua de la región. Además de su propio trabajo de campo, el grupo presentó un cuestionario forestal a los gobernadores y a las juntas locales en toda la república. El cuestionario, que fue el que siguió la Junta Central de Bosques en su reconocimiento de los bosques dentro del valle de México, preguntaba sobre la composición por especies y el tamaño de cada bosque, la climatología y la hidrología de la región, el uso que se hacía de los productos forestales (leña, carbón, construcción, industria, etc.), las causas de la destrucción del bosque, y los esfuerzos de reforestación, si es que se había hecho alguno. Para 1911, los estados habían alimentado a la Junta Central de Bosques con información sobre los tipos de árboles que componían los bosques y sus aplicaciones industriales. Aunque fundamentalmente de naturaleza cualitativa, la Junta Central de Bosques había compilado las primeras estadísticas forestales nacionales. En 1909, Miguel Ángel de Quevedo recibió una invitación del presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt, para asistir a la Conferencia internacional norteamericana sobre la conservación de los recursos naturales, en Washington, D.C. Su asistencia fue una grata sorpresa para los conservacionistas dentro de la administración Roosevelt. Éste había dado instrucciones al jefe del servicio forestal, Gifford Pinchot, de buscar a un delegado mexicano para la conferencia, y Pinchot se sorprendió mucho al conocer los esfuerzos de Quevedo para la reforestación alrededor de la Ciudad de México. Ni Roosevelt ni Pinchot habían tenido conocimiento de las actividades de conservación en México. En muchos aspectos, Quevedo era la contraparte de Pinchot. Como Pinchot, era el principal portavoz de la conservación de los bosques dentro de su país. Aunque no estaba experimentado en silvicultura, compartía el interés y el conocimiento de Pinchot sobre las prácticas conservacionistas europeas. Por su edad, antecedentes de clase alta y determinación, Quevedo y Pinchot eran iguales. Sin embargo, Quevedo y Pinchot diferían fundamentalmente en sus razonamientos sobre la conservación de los bosques. Pinchot creía que la conservación de los bosques debía ser adoptada para evitar una escasez de madera en los Estados Unidos y veía la conservación como un asunto puramente económico. Por el contrario, Quevedo, debido a su educación y experiencia como ingeniero en México, había desarrollado una apreciación de los diversos beneficios que provenían de los bosques. Quevedo explicaba así a los delegados el porqué las preocupaciones forestales eran más amplias en México que en los Estados Unidos y en Canadá: Debido a las formas en que los bosques ayudan al orden general [estabilizando suelos, reduciendo las sequías, e impidiendo inundaciones], es necesario evitar más desforestación del suelo mexicano; este es un asunto más presionante y serio que en los Estados Unidos y Canadá, en cuyos territorios,... los bosques son meramente un punto económico, restringido a proporcionar madera para las necesidades presentes y futuras, y el efecto que la desforestación puede tener en los ciclos hidrológicos y la productividad agrícola es de menor significación que en México. Quevedo dio a conocer a los delegados la forma en que el régimen hidrológico y la geografía de México diferían de los del resto de Norteamérica. A diferencia de Canadá y los Estados Unidos, donde la lluvia cae bastante regularmente, México experimentaba largas épocas secas interrumpidas por breves periodos de fuertes precipitaciones y, por lo tanto, era susceptible tanto a sequías como a inundaciones. Los bosques eran una salvaguardia para ambos desastres. Mientras que en Canadá y en los Estados Unidos la mayor parte de la agricultura estaba confinada a las planicies y a los valles amplios, la mayor parte de la agricultura en México se desarrollaba en las regiones montañosas. Las inundaciones y los restos que dejaban eran unas amenazas mucho más serias para las tierras agrícolas mexicanas que para las de Canadá o de los Estados Unidos. Para Quevedo, la madera era únicamente una pequeña parte de los beneficios que dejaban los bosques. Su interés no era tanto por el establecimiento de una industria forestal basada en los principios del rendimiento sostenible, sino por la protección de los bosques ya que eran biológicamente indispensables. Quevedo no era ni un utilitarista estricto ni un preservacionista a ultranza. Aprobaba el uso de los bosques cuando ese uso no amenazara suelos, climas o cuencas hidráulicas. La importancia de la conservación para el bienestar público siempre estaba primero en sus pensamientos. Así, además de su valor biológico, subrayaba el valor escénico y recreativo de los bosques. En contraste con el preservacionista norteamericano John Muir, Quevedo no apoyaba el punto de que la naturaleza tenía un derecho intrínseco de existir independientemente de si esa existencia servía a la gente. Pero, el mismo Muir promovía el turismo para obtener apoyos para las áreas silvestres. Las consideraciones de Quevedo eran utilitarias, pero en el sentido más amplio de la palabra. Quevedo incluyó en su discurso una lista de recomendaciones que le había hecho a Porfirio Díaz. Estas recomendaciones eran como sigue: proteger los bosques de gran valor biológico en tierras nacionales; adquirir, por medio de expropiaciones si era necesario, terrenos privados biológicamente críticos y terrenos que pudiesen ser reforestados (Quevedo insistía que este paso era necesario porque ya mucho del territorio nacional había sido vendido); someter a los bosques municipales a un régimen forestal adecuado; regular el corte de árboles en terrenos privados; y proveer a los propietarios semillas e instrucciones para reforestar. El gobierno siguió muchas de esas recomendaciones. A fines de 1909, el gobierno de Díaz ordenó la suspensión de la venta de terrenos nacionales, y la Secretaría de Obras Públicas anunció que no daría concesiones para explotación de bosques en terrenos que se determinara deberían ser conservados para el bien público. El gobierno también se adjudicó el poder de expropiar, cuando fuese necesario, para la reforestación de tierras sin árboles y para mantener manantiales y corrientes de agua que aprovisionaran de agua y proporcionaran otros beneficios de salud pública a las ciudades.40 Quevedo y Limantour convencieron a Díaz de usar esta última disposición para crear una zona forestal protegida alrededor del Valle de México, para evitar inundaciones y cuidar la provisión de agua de la ciudad. Sin embargo, después de años de ventas de terrenos nacionales, tan perjudiciales para los bosques de la nación, Quevedo permaneció escéptico acerca del compromiso de Díaz hacia la conservación forestal. Cuando la revolución de Francisco Madero derrocó a Porfirio Díaz en 1911, las metas de conservación de Quevedo en México parecían alcanzables. Madero, que había estudiado agronomía en la Universidad de California en Berkeley, demostró un interés ávido en la conservación. Apoyó los esfuerzos de Quevedo para drenar pantanos estableciendo plantaciones forestales. Madero creó una reserva forestal en el estado de Quintana Roo, en el sureste de México, en el primero de los que parecía que serían muchos de tales decretos. Pero entonces, en 1913, después de un golpe de Estado por Victoriano Huerta, Madero fue asesinado. Huerta mostró una manifiesta falta de interés por la conservación, y Quevedo lo despreciaba. Se opuso vehementemente a la práctica de Huerta de "trasplantar" árboles de las avenidas de la Ciudad de México a su rancho en Atzcapotzalco en el Valle de México y al plan de su yerno para convertir la reserva forestal del Desierto de los Leones en una operación de juego estilo Monte Carlo. Por su parte, Huerta consideraba a Quevedo y sus colegas como subversivos. Amenazó tan seriamente a los profesores franceses de silvicultura, de quienes sospechaba que apoyaban a las fuerzas de la oposición, que tuvieron que abandonar el país. Cuando un amigo advirtió a Quevedo que había visto su nombre en una lista de asesinato, el conservacionista, también, se fue renuentemente al exilio en 1914. (Huerta fue derrocado más tarde en ese mismo año). La fatiga, la enfermedad y el estallido de la Primera Guerra Mundial limitaron los estudios forestales de Quevedo durante su exilio en Europa, Poco antes del comienzo de la guerra, estudió la política francesa hacia las comunas forestales. Quevedo alabó al gobierno francés por mantener intactas las reservas forestales comunales, creyendo que el fraccionamiento de tales terrenos habría tanto complicado su administración, como aumentado el potencial del abuso individual de la tierra. Bajo los programas franceses, los campesinos vendían madera muerta y pequeños productos forestales en subasta pública. Diez por ciento de los ingresos eran usados para ayudar a financiar el Servicio Forestal Francés, dentro de cuyas más importantes funciones estaba la de restaurar y reforestar las tierras afectadas. Quevedo notó con gran satisfacción que no sólo la gente ganaba económicamente con los arreglos de la subasta, sino que, al mismo tiempo, estaban ayudando a proteger la agricultura, las condiciones climáticas, el ciclo hidrológico y la belleza de la naturaleza. Quevedo pensó que México podía aprender de la experiencia francesa. Declaró que los campesinos habían sido responsables de mucha de la destrucción de los bosques de México, y temía que si no se fijaban límites a la redistribución de la tierra, después de la Revolución, los bosques de México estaban condenados. Insistía en que los campesinos, a quienes se adjudicaran tierras, deberían de dejarlas inalteradas si no eran adecuadas para la agricultura. En lugar de desmontar irresponsablemente la tierra para cultivarla, deberían de buscar tierras más apropiadas en otras partes del ejido (tierras comunales), hacer uso apropiado de los productos forestales y desarrollar otras industrias. México debería de seguir el ejemplo francés, inculcando en el campesinado el reconocimiento del valor de los bosques. Mientras Quevedo estudiaba prácticas forestales en Francia, sus esfuerzos forestales en México eran deshechos por la revolución. En Veracruz, los árboles que le tomó varios años plantar fueron destruidos en semanas por soldados en busca de leña. Otras áreas habían sido similarmente saqueadas. La Revolución, que había sido tremendamente destructiva en términos de vidas humanas, también había tenido un profundo impacto ambiental. Después de la derrota de Huerta por las fuerzas constitucionalistas, Quevedo regresó a México para continuar con su cabildeo para la conservación de los bosques. En marcado contraste con el régimen de Huerta, algunos elementos dentro del nuevo gobierno eran receptivos a las ideas conservacionistas. Trabajando en pareja con el Secretario de Obras Públicas, Pastor Rouaix, Quevedo convenció al presidente Venustiano Carranza, en 1917, para establecer el Desierto de los Leones como el primer parque nacional de México. También logró otro de sus objetivos cuando persuadió a los delegados a la convención constitucionalista para incluir un punto de programa conservacionista dentro de la Constitución. El artículo 27 de la Constitución de 1917 establece: "La nación siempre tendrá el derecho de imponer sobre la propiedad privada, las reglas que dicte el interés público y de reglamentar el uso de los elementos naturales, susceptibles de apropiación de modo de distribuir equitativamente la riqueza pública y salvaguardar su conservación." Esta cláusula dio los cimientos para la legislación conservacionista post-revolucionaria de México. Después de la muerte de su esposa por la influenza española en 1918, un Quevedo aquejado por la tristeza, abandonó temporalmente sus actividades de conservación. Sus amigos buscaron proyectos que le ocuparan su mente, y después de algo de presión lo convencieron de continuar su lucha para proteger los recursos naturales de México. Quevedo trabajó en favor de la fauna silvestre de la nación, y también de sus bosques. Muy notablemente, encabezó el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres durante la década de 1930 (la organización fue creada en 1931 como afiliada de el Comité Internacional de protección a las aves). El Comité Mexicano mantenía la tesis de que existía una racionalidad científica ética, económica y estética para la protección de las aves silvestres. El grupo lamentaba el hecho de que debido a la irrestricta cacería y desforestación las aves no habían dispuesto del espacio necesario para reproducirse. La pérdida de vida alada no sólo había disminuido el encanto de los bosques, también había llevado al incremento del daño por insectos nocivos a los huertos, campos de cultivo y bosques. El comité se comprometía a educar a la juventud del país sobre el valor de las aves, a publicar folletos, a organizar conferencias y exposiciones fotográficas, a promover la reforestación y la creación de parques urbanos, a urgir a las autoridades para crear leyes de conservación, y a estudiar el importante papel ecológico de las aves. En sus esfuerzos por proteger las aves migratorias, el Comité fue ayudado indirectamente por Edward Alphonso Goldman, un biólogo de campo de la Oficina de E.U. para Estudios Biológicos. Goldman estudió las condiciones de las aves acuáticas en el Valle de México, ocasionalmente durante un periodo de treinta y un años (1904-1935). En 1920, fue acompañado en estas tareas por Valentín Santiago del Museo de Historia Natural en la Ciudad de México y de la Dirección de Estudios Biológicos. Los conservacionistas mexicanos mostraron un gran interés por los informes de campo de Goldman. Apreciaron particularmente su descubrimiento de que la población de aves acuáticas había declinado severamente en el Valle de México desde principios del siglo como resultado de la desecación de los humedales y del uso continuo de las “armadas” (baterías de disparo). Goldman estaba consciente de que los funcionarios mexicanos de caza estaban preocupados por esta última amenaza a las aves acuáticas: "Al reconocer el hecho de que el número de patos se reduce gradualmente por el uso de baterías en el Valle de México, los funcionarios de caza están tratando de restringir y, en última instancia, abolir por completo el uso de las armadas." El trabajo de Edward Alphonso Goldman, el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres y los funcionarios de caza mexicanos contribuyeron a que el gobierno mexicano decidiera prohibir las armadas, en 1932. Quevedo aportó su nombre y algo de sus energías a los esfuerzos para salvar a las aves, pero su principal preocupación era la conservación de los bosques. En 1922, creó la Sociedad Forestal Mexicana, que era la reencarnación de la Junta Central de Bosques, (excepto por el hecho de que ya fue una organización privada). Un año más tarde, la sociedad publicó el primer número de México Forestal. En este número inaugural, la sociedad forestal explicaba su razón de existir: La Sociedad Forestal Mexicana fue formada por un grupo de individuos convencidos del importante papel jugado por la vegetación de los bosques y principalmente el árbol... en el mantenimiento de un equilibrio climático, en la protección de suelos y aguas, en la economía general y el bienestar público, convencidos, aún más, de estos efectos benéficos por las acciones perjudiciales que están destruyendo nuestros ricos y benéficos bosques ancestrales. La sociedad creía que el ciudadano consciente debía de pensar en el futuro y, por lo tanto, debía "clamar contra el silencio de nuestro país hacia el suicidio nacional que significa la ruina del bosque y el desprecio por nuestro árbol protector." Daba la bienvenida a los esfuerzos que hacían los grupos forestales en otras naciones. La Sociedad Forestal Mexicana hacía notar que la conservación de los bosques "no está restringida a los estrechos límites de las fronteras nacionales porque los bosques benefician a toda la humanidad, conservando el equilibrio climático y la biología en general de todo el globo terráqueo." Una de las principales metas de Quevedo y de la Sociedad Forestal Mexicana era la implantación de una enérgica ley forestal. Los funcionarios de la Secretaría de Agricultura de la administración de Álvaro Obregón (1920-1924) escuchaban y apoyaban las peticiones de la sociedad para tal ley: Esta Secretaría ha recibido diariamente muchas quejas sobre cómo la tala de bosques destruye no sólo la provisión de madera, sino de cómo provoca resultados más graves al secarse las corrientes de agua y al producirse desastrosas inundaciones que dejan una estela de tierra estéril y desértica. Es por ello que la Secretaría, con el objetivo de evitar tales daños, recomienda al gobierno que tome las medidas necesarias... para detener estas caóticas prácticas ... y establecer una explotación racional de los bosques que garantice la conservación perpetua y el uso de ellos. Una comisión nombrada por el gobierno, con Quevedo como uno de sus miembros, produjo un borrador de ley forestal en 1923. Después de algunas modificaciones y redacción de este borrador, el presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) promulgó una ley forestal en 1926, y su correspondiente reglamento en 1927. La ley forestal fue el arquetipo para toda la subsecuente legislación forestal en México. Por primera vez a nivel nacional, las actividades forestales fueron reglamentadas en los terrenos privados: todas las entidades, tanto individuos como corporaciones, tenían que someter a los funcionarios de agricultura, para su revisión, sus planes para actividades forestales. También el gobierno se empeñó en administrar cuidadosamente el uso de terrenos públicos. Como parte de este esfuerzo, las autoridades federales restringieron las concesiones para extraer madera en las reservas forestales a 50,000 hectáreas en los trópicos y a 5,000 en las regiones templadas. En las vertientes, y cerca de los centros de población, el ejecutivo federal autorizó la creación de zonas forestales, en las que únicamente se podían talar árboles marcados. Adicionalmente, el gobierno prometió establecer parques nacionales en áreas con altos valores biológicos, escénicos y recreativos. Los funcionarios de agricultura procuraron evitar la degradación de pastizales y bosques obligando a todos los propietarios de ganado a obtener un permiso para sus actividades. Más aún, prometieron combatir plagas y conseguir el apoyo de la ciudadanía para prevenir incendios forestales. Finalmente, para dar la infraestructura necesaria para la protección y restauración de los bosques de México, el ejecutivo federal ofreció crear un servicio forestal, restablecer la escuela forestal, y establecer viveros forestales. El logro del gobierno sobre la aplicación de la ley estaba mezclado. Los funcionarios federales desarrollaron un programa de reforestación y apoyaron a los gobernadores de los estados para el establecimiento de viveros forestales. Complementando estas actividades, maestros capacitados por la Secretaría de Educación daban lecciones prácticas a los campesinos sobre la formación de viveros y la reforestación de las laderas de las montañas, explicándoles la gran importancia de los bosques en la protección de la agricultura, el mejoramiento del clima y en mantener todos los "fenómenos necesarios para la vida de los pueblos". En otro frente, el gobierno mexicano recomendaba a los gobernadores iniciar una enérgica campaña contra el uso de carbón de madera como combustible. Como parte de esta campaña, los funcionarios del gobierno en la Ciudad de México pidieron a los gobernadores estatales popularizar el uso de gasolina, carbón mineral y electricidad para cocinar y para calefacción. Unas cuantas de estas iniciativas, sin embargo, llegaron a ser algo más que proyectos piloto. Desafortunadamente, el gobierno no creó parques nacionales. Tampoco proporcionó recursos económicos adecuados para el servicio forestal o para la escuela forestal. De hecho, la escuela forestal duró menos de un año (1926-1927). Después de eso, un profesor en la Escuela Nacional de Agricultura dictó los únicos cursos de silvicultura. Tom Gill, un norteamericano que estudió la política forestal en México a fines de los años veinte, puso en tela de juicio las prioridades nacionales: "Al recortar la modesta partida necesaria para mantener la escuela, la justificación del gobierno fue la economía. Es la misma justificación que muy frecuentemente usan los gobiernos en todo el mundo cuando quieren cortar partidas con beneficios a futuro, en favor de partidas que proporcionan un beneficio político más inmediato." Un Quevedo frustrado criticaba aún más al gobierno, acusando que algunos miembros de la Secretaría de Agricultura no eran muy honestos al hacer cumplir las leyes. La explicación de Gill para el fracaso de los programas de conservación era más sistemática: "Uno debe de aceptar con renuencia que la actual ley forestal de México no ha impedido mayormente el saqueo de los bosques. La historia de la nación tiene amplias pruebas de que las leyes, por si mismas, tienen poca fuerza, a menos que detrás de ellas se encuentre alerta la fuerza policiaca del gobierno y la buena disposición de los habitantes de la nación." Gill añadía, "La silvicultura sigue siendo una materia interesante sólo para un pequeño puñado de hombres y mujeres cultos y previsores, que en su mayoría viven en la Ciudad de México. No se ha convertido en una parte de la diaria existencia de México." Charles Sheldon, un cazador de piezas mayores norteamericano, que se lamentaba por la desaparición de los grandes mamíferos que habían adornado sus viajes por los desiertos del norte de México, también hacia notar la falta de apoyo oficial y del público para uno de los decretos más importantes para la fauna silvestre: la veda de diez años del presidente Obregón para la cacería del borrego cimarrón y del antílope (1922). Sheldon exclamaba: "Eso [la prohibición] es todo. Ni recursos para pagar a los guardias, ni planes de acción, van junto con el decreto. No se dispone de deportistas que se preocupen por exigir su cumplimiento, ni existen sentimientos locales a favor de cuidar la fauna." Como sugerían Gill y Sheldon, la aplicación de las leyes de conservación se debilitaba por el desinterés de poderosos funcionarios mexicanos y por la falta de un apoyo público general. El presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) corrigió el problema de la apatía en los altos círculos políticos ya que él mismo tenía un profundo interés en la protección de los recursos, pero su administración aún se enfrentaba a la difícil tarea de generar entusiasmo para la conservación entre los mexicanos. En la campaña presidencial de 1934, Lázaro Cárdenas se puso en contacto con Quevedo sobre su interés de encabezar un Departamento Autónomo Forestal, de Pesca y de Caza. Modestamente, al principio rechazó el ofrecimiento, diciendo que era ingeniero y no político. Entonces Cárdenas lo invitó a acompañarlo en un acto de campaña en Veracruz. Después de la visita y de felicitar a Quevedo por su trabajo en la creación de dunas arboladas (un proyecto al que regresó a fines de los veinte), Cárdenas volvió a preguntarle si aceptaría el puesto, y esta vez Quevedo dijo que sí. Las décadas de los veinte y los treinta fueron un período productivo para la conservación en México. Cuando Cárdenas llegó a la presidencia, muchas importantes leyes de conservación ya estaban publicadas. Ahora era el momento tanto de hacerlas cumplir, como de educar a la ciudadanía sobre la necesidad de la conservación.
Miguel Ángel de Quevedo nació en el seno de una próspera familia de Guadalajara el 27 de septiembre de 1862. De acuerdo a una extraña reconstrucción, una de las primeras imágenes que vio Miguel desde su cunero, fue la de un árbol. Si así fue, representó un apropiado comienzo para un hombre que durante su fructífera vida llegaría a considerársele como “el Apóstol del Árbol”. En su juventud, Miguel no mostró especial inclinación hacia la naturaleza. Ciertamente, su niñez fue la típica para una persona de su clase. Como otros niños de clase alta, gozó de una variedad de privilegios, incluyendo una educación clásica en las mejores escuelas de Guadalajara. Como tenía una mente despierta, Miguel comenzó su educación universitaria en el seminario de Guadalajara en los primeros años de su adolescencia. Su inteligencia, junto con la riqueza de su familia, parecía asegurarle un futuro tranquilo. Sin embargo, ni la inteligencia ni la riqueza representaban una garantía contra la tragedia. La madre de Miguel murió cuando él tenía diez años, la causa de su deceso fue atribuida a las penurias que soportó al hacerse cargo de su esposo enfermo. Siete años después, su padre sucumbió debido a la plaga. La custodia del huérfano quedó a cargo de un tío que era el canónigo en una iglesia en Bayonne, Francia. Además de tener que hacer frente a la muerte de su padre, y tener que ajustarse a una cultura extranjera, Miguel empezó a pensar acerca de una futura carrera. Debido a su experiencia en el seminario y la posición de su tío como canónigo, muchos de sus parientes pensaron que abrazaría el sacerdocio. Miguel, empero, reaccionó al vislumbrar una vida de celibato y, por ello, su tío discutió con él la posibilidad de que fuera doctor, pero esta idea tampoco le atrajo. Aunque prefería ser ingeniero, principalmente porque esa era la profesión de su hermano mayor, realmente no tenía planes definidos. La futura carrera de Miguel Ángel de Quevedo fue el producto tanto de la suerte como de su decisión. Fue conformada no sólo por la educación que recibió en Francia, sino por el paisaje de Francia en si mismo, ya que los años que Miguel permaneció ahí fueron claves para la conformación de sus actitudes hacia la naturaleza y la conservación. El gusto de Quevedo por la naturaleza comenzó en los Pirineos. Después de mejorar su rudimentario conocimiento del francés en el Colegio de San Luis, en Bayonne, se cambió al Colegio de Resorre, que estaba localizado cerca de las montañas. Ahí, sus maestros entremezclaron sus enseñanzas con viajes al campo, terminando, frecuentemente, con un chapuzón en un frío arroyo de la montaña. Las frecuentes excursiones de Quevedo a los Pirineos le inspiraron un cariño hacia los bosques y hacia las montañas. Después de Resorre, Quevedo fue a la Universidad de Burdeos, donde recibió el grado de bachiller en ciencias en 1883. Con su título y una recomendación de Gaston Planté, un miembro de la Academia de Ciencias de Francia, Quevedo marchó a París para proseguir su educación. Planté, cuya abuela era mexicana, se interesaba especialmente en estudiantes latinoamericanos prometedores que estaban recibiendo su educación en Francia. Quevedo le había comunicado su interés por estudiar ingeniería, pero poco después de llegar a París se vio absorbido en el debate que rodeaba al tratado de Camille Flamarion titulado Pluralidad de los mundos habitados y rápidamente se inscribió en el Instituto de Astronomía y Meteorología de Flamarion, una decisión que enfureció a Planté. Planté acusó a su joven pupilo de tener una atracción atávica hacia la astronomía (compartiendo la fascinación de los aztecas por las estrellas) y de abandonar los intereses de su país, que necesitaba ingenieros y no astrónomos. Eventualmente, Planté pudo persuadirlo de estudiar ingeniería en la Escuela Politécnica. En dicha Escuela, Quevedo aprendió de la importancia de la conservación de los bosques. En un curso de agricultura hidráulica, el profesor Alfredo Durand-Claye advirtió a sus estudiantes que un ingeniero hidráulico que no tuviera conocimientos forestales era "deficiente, un zopenco que hará graves errores." En charlas privadas con Quevedo, Durand-Claye insistía que un conocimiento de silvicultura era más necesario aún en México que en otras naciones, ya que México era un país montañoso que sufría de lluvias torrenciales y prolongadas sequías. El consejo de Durand-Claye se convirtió en una parte integral del pensamiento de Quevedo. Quevedo también apreciaba las enseñanzas del prominente ingeniero francés Paul Laroche. Laroche, que daba un curso de obras marítimas, le marcó sobre la importancia de los puertos modernos para el desarrollo de México. Llevó a Quevedo a un recorrido por varios puertos franceses y lo instó a visitar otros por su cuenta. Una de las obras marítimas que más impresionó a Quevedo fueron las dunas arboladas artificialmente, que los franceses habían creado en el litoral como una protección de las tormentas invernales. Después de recibir su diploma como ingeniero civil (con especialización en ingeniería hidráulica) en 1887, Quevedo volvió a México ansioso de aplicar lo que había aprendido en la Escuela. A causa de los obstáculos elementales que enfrentó desarrollando varios proyectos de ingeniería, Quevedo recordaba constantemente el consejo de Durand-Claye sobre la necesidad de protección forestal en México. El primer trabajo de Quevedo fue como supervisor de las obras de drenaje (el proyecto de desagüe) en el Valle de México. Iniciándolos a principios del siglo diecisiete, la municipalidad de México había emprendido proyectos de drenaje para eliminar las inundaciones en el Valle de México, mediante el abatimiento de los niveles del lago. Quevedo trabajó en el más grande y más exitoso proyecto de drenaje en la historia de México. Supervisó la construcción del Gran Canal y de un gran túnel en el extremo noreste del valle que sacaría miles de metros cúbicos de los lagos que rodeaban a la Ciudad de México (el proyecto de desagüe se terminó en 1900). Como una rama de su trabajo, el joven ingeniero estudió la historia de los proyectos de drenaje en el Valle de México. Quevedo citaba la observación de Humboldt de que la desforestación de las montañas que circundaban al Valle de México era responsable de las inundaciones que sufría la ciudad. Implicaba que las inundaciones continuarían en el Valle a menos que se protegiera a los bosques, independientemente del proyecto del desagüe. También aludía a las advertencias que había hecho José Antonio Alzate y Ramírez de que los lagos que rodeaban a la Ciudad de México no deberían de desecarse completamente porque los pobres necesitaban las aguas para cazar y pescar. También había sido influenciado por el cronista español Juan de Torquemada, quien creía que una reducción en el tamaño de la zona lacustre del valle produciría una mayor incidencia de enfermedades debido a las polvaredas y a los malos vapores (los que, según argumentaba, eran diluidos por el aire húmedo que venía de los lagos). Quevedo creía que las advertencias que habían hecho Alzate y Torquemada, entre otros, habían sido atendidas: "Tomando en cuenta las opiniones de varios doctores y gente ilustre, el actual proyecto de drenaje, por razones de salud, no ha buscado el drenaje completo de los lagos de la Ciudad de México, sino simplemente desaguarlos a niveles que eviten las inundaciones." El proyecto de desagüe, empero, extrajo más agua de los lagos del valle de lo que Quevedo había anticipado. Para 1920, el proyecto de desagüe había drenado aproximadamente seiscientas millas cuadradas de antiguos lechos lacustres en el Valle de México. De acuerdo con los indígenas en el valle, el drenaje de los humedales ha tenido como resultado una notoria disminución en las poblaciones de aves acuáticas. Otros empezaron a relacionar la desecación de los lagos de la región, con las tormentas de polvo, cada vez más severas, que azotaban a la Ciudad de México y con el calentamiento del piso del valle. Más tarde Quevedo minimizó la contribución del proyecto de desagüe a este fenómeno meteorológico, argumentando que la eliminación del amortiguador forestal tenía la culpa de la intensidad de las tormentas de polvo que se originaban en los secos lechos lacustres. Pensaba que los cambios climáticos en la cuenca eran el resultado de la desforestación más que de la pérdida de agua. Quevedo nunca estuvo tan consciente de los problemas ecológicos que fueron resultado del proyecto de drenaje como lo estuvo de los problemas causados por la desforestación. La asociación de Quevedo con el proyecto de drenaje llegó a un abrupto fin a principios de 1889, cuando cayó de una góndola mientras inspeccionaba trabajos en un túnel (el operador cambió descuidadamente de carril). Quevedo permaneció inconsciente mientras la góndola pasaba sobre su espalda. Si hubiera caído unas cuantas pulgadas hacia el otro lado, el carro le hubiera aplastado el cráneo. Al fin, Quevedo escapó con lesiones que, aunque eran serias, no lo incapacitaban permanentemente. Sin embargo tuvo que renunciar al proyecto del drenaje. Después de recuperarse del accidente, Quevedo logró un puesto como consultor de una compañía de ferrocarriles en el Valle de México. Mientras supervisaba la construcción de unas líneas en el sector oeste del valle, Quevedo fue testigo personal de las destructivas inundaciones que asolaban la región. Contempló sobrecogido como las torrenciales aguas derribaban los soportes del puente, arrastraban la ropa recién lavada que había sido extendida a secar en los matorrales y las rocas, y todavía llegaba a arrastrar chivos, ovejas y terneros. Así, además de detener el avance de las líneas de ferrocarril en el valle, estas inundaciones tenían un impacto devastador sobre los pobres, que perdían su ganado y, a veces, sus propias vidas. Al explorar las colinas y los cañones de los cuales provenían las rugientes aguas, Quevedo descubrió que estaban "completamente pelonas por la destrucción de los antiguos bosques y me di cuenta de la absoluta necesidad de la reforestación." Ya entonces comprendió la importancia de los bosques para el bienestar público. El gobierno de nuevo requirió los servicios de Quevedo cuando lo nombró director de obras portuarias en Veracruz. Por tres años (1890-1893), sus cuadrillas trabajaron asiduamente bajo adversas condiciones para terminar la construcción de un gran dique a la entrada de la bahía. Durante los meses de invierno, los fuertes vientos estrellaban arena en la cara de los trabajadores, y se perdían muchas horas quitando la tierra del lugar de trabajo. Y también estaba la grave amenaza que representaban la fiebre amarilla y la malaria: los pantanos de Veracruz eran el perfecto lugar de cría para los mosquitos que transmitían estas enfermedades. Una década después, Quevedo regresó a Veracruz para plantar árboles como un medio para reducir la severidad de las tormentas de arena y la incidencia de la fiebre amarilla y la malaria. Por el momento, el vínculo más permanente de Quevedo con la región, fue su casamiento con una veracruzana. En 1893, una compañía hidroeléctrica franco-suiza contrató a Quevedo para investigar el potencial de energía hidráulica en México. El reporte que presentó a sus patrones fue sobre como la reducción del flujo de las corrientes de agua y la sedimentación estaban reduciendo la producción de energía eléctrica en presas ubicadas cerca de áreas donde los árboles habían sido fuertemente talados. Durante sus siete años como consultor de la compañía, encontró amplia evidencia para apoyar su opinión de que los bosques jugaban un papel crítico en regular el ciclo hidrológico. En 1901, Quevedo habló sobre este asunto ante el Segundo Congreso Nacional sobre Clima y Meteorología. Fijó la idea en los asistentes a la conferencia sobre como la destrucción de los bosques afectaba negativamente las provisiones de agua: "La falta de vegetación en extensas áreas de nuestro país y, particularmente, la falta de bosques agrava, de manera muy peligrosa, la irregularidad de las lluvias y de las corrientes de agua, a tal grado que las soluciones a los problemas de riqueza agrícola e industrial serán imposibles si uno sigue talando los bosques." Posteriormente mantuvo que la desforestación había culminado con sequías en el México central y en la desertificación de áreas alguna vez relativamente verdes en el norte de México, porque la cubierta forestal que quedaba era insuficiente para aumentar la precipitación por medio de la transpiración y el enfriamiento de la atmósfera. Además de reducir la cantidad de agua disponible para la agricultura y la industria, Quevedo aseguraba que el aumento de la aridez, que era el resultado de la destrucción de los bosques, constituía un clima menos saludable. Terminó su intervención pidiendo la adopción de leyes más enérgicas para la conservación de los bosques. El mensaje de Quevedo recibió una respuesta diversa. Algunos de los delegados rebatieron su llamado para las leyes de conservación, asegurando, en vez, que la protección de los bosques de la nación se podría lograr con solo la educación. Al final, sin embargo, el congreso acordó que, para regularizar el agua superficial y subterránea, para el mejor uso de esas aguas, y para asegurar la salud pública, era necesario restaurar y conservar los bosques y que era imperativo legislar para lograr estos fines lo más pronto posible. El apoyo más ardiente en el congreso para la posición de Quevedo vino de un grupo de naturalistas e ingenieros. Los miembros del grupo votaron por el establecimiento de una junta forestal, la (Junta Central de Bosques), para cabildear en beneficio de los bosques de México. (Después, la Junta Central de Bosques, creó una revista para publicar los resultados de las investigaciones forestales, tanto en México como en el extranjero, y para mantener un foro permanente desde el cual luchar por la protección de la riqueza forestal de México). El grupo eligió a Miguel Ángel de Quevedo como su presidente. Así empezó su larga carrera como un defensor de la conservación forestal. En 1904, el secretario de Obras Públicas, Manuel González de Cosío, pidió el consejo de la Junta Central de Bosques sobre cómo mitigar las terribles tormentas de polvo que azotaban a la Ciudad de México ese invierno. Quevedo prontamente presentó el consejo del comité: plantar más árboles; pero la salida de González de Cosío del ministerio después en ese año paralizó los esfuerzos en ese sentido. Antes de abandonar su puesto, sin embargo, González de Cosío dio un paso importante al integrar la Junta Central de Bosques al Secretaría de Obras Públicas. Así, México tuvo su primera agencia forestal solo seis años después de la creación de la Oficina del Forestal en Jefe en los Estados Unidos. A diferencia de los conservacionistas del gobierno en los Estados Unidos, sin embargo, Quevedo no estaba trabajando para un presidente comprometido con la protección de los recursos de la nación. El tenía que localizar funcionarios del gobierno que simpatizaran con su causa, dondequiera que pudiera encontrarlos. Frecuentemente, los cambios administrativos despojaban a Quevedo de valiosos aliados (como fue el caso con Manuel González de Cosío). A menudo, carecía del apoyo interno necesario para obtener financiamiento para desarrollar sus propósitos. Sin embargo, Quevedo era un hombre ingenioso. En 1901, hizo uso de su nombramiento en una comisión de obras públicas para promover, con éxito, la creación de parques en la Ciudad de México. Como el gran arquitecto paisajista de Estados Unidos, Frederick Law Olmsted, quien creó el Parque Central en la ciudad de Nueva York a mediados del siglo diecinueve, Quevedo se basó en la experiencia europea para apoyar su caso de los parques urbanos. Recientemente había asistido al Primer Congreso Internacional de Higiene Pública y Problemas Urbanos (en París en 1900), en el cual los delegados recomendaron que el quince por ciento de las zonas urbanas fuese cubierto con parques como una medida de salud pública. Se apoyó en el informe de la conferencia para convencer a los funcionarios del gobierno de que el establecimiento de parques era en beneficio del interés público. En 1900, los parques y jardines componían menos del dos por ciento de la superficie urbana abierta de la Ciudad de México. Como resultado del programa de parques de Quevedo la relación había aumentado hasta 16 por ciento al comienzo de la década siguiente. En términos numéricos, Quevedo había aumentado el número de parques en la Ciudad de México de dos a treinta y cuatro. A pesar de su éxito, el programa de creación de parques de Quevedo tenía vociferantes detractores, entre los cuales, curiosamente, se encontraban padres de familia que vivían cerca de las zonas verdes propuestas. La oposición de este grupo se basaba en el hecho de que ellos preferían los circos que funcionaban en los lotes baldíos que se convertirían en parques. Quevedo trató de convencer a los padres descontentos de que los montones de basura que se acumulaban en los terrenos baldíos eran una seria amenaza para la salud. Por contraste, los parques constituían un ambiente sano: el pasto verde crecería en lugar de los montones de basura; los árboles oxigenarían el aire; y los niños podrían jugar con seguridad mientras los fatigados padres descansaban en las bancas del parque. Los parques proporcionaban a los residentes urbanos algún contacto con la naturaleza. Con la ayuda de José Yves Limantour, Secretario de Hacienda y miembro del circulo más cercano a Díaz, Quevedo obtuvo recursos para otro proyecto crítico: la ampliación de los viveros forestales que él había establecido en Coyoacán (los Viveros de Coyoacán). Limantour, cuya amistad con Quevedo se remontaba a sus días como presidente del Grupo de Obras de Drenaje, se convirtió en un apoyo entusiasta de la tarea de Quevedo después de una visita a los viveros a principios de 1907. Se impresionó tanto por los miles de árboles que vio en los viveros, que convenció a Díaz de que visitara el lugar, después de lo cual, el presidente acordó que el proyecto merecía el apoyo del gobierno. Los Viveros de Coyoacán era la pieza central de un sistema de viveros que producían 2.4 millones de árboles en 1914.25 Muchos árboles de los viveros, incluyendo cedros, pinos, acacias, eucaliptos, fueron plantados en los lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas sobre la ciudad, mientras que otros adornaban los bulevares de la Ciudad de México y el canal central del desagüe (se plantaron 140,000 árboles entre julio de 1913 y febrero de 1914). Quevedo presentaba los viveros, parques y calles arboladas de la Ciudad de México, como una evidencia de que México era un país civilizado. Con mucha satisfacción citaba las observaciones que había hecho un periodista norteamericano, de que la Ciudad de México era una "ciudad de contrastes rodeada por asentamientos pobres y vecindarios insalubres; también tiene el hermoso bosque de Chapultepec y los grandiosos viveros de Coyoacán, como no hay otros en América." La admiración de otras naciones por los parques y los viveros de México satisfacía mucho a Quevedo. En el verano de 1907, Quevedo volvió a Europa para familiarizarse con las prácticas forestales de allá y para apoyar sus propios objetivos forestales en México. En el Segundo Congreso Internacional sobre Higiene Pública y Problemas Urbanos (llevado a cabo en Berlín), escuchó con atención a delegados que recomendaban la creación de zonas forestales protegidas alrededor de las ciudades y que los bosques fuesen usados para secar los pantanos. Ambas medidas, argumentaban los delegados, darían como resultado un medio ambiente más sano. Como parte de la conferencia, recorrió las plantaciones forestales que los berlineses habían desarrollado para drenar los pantanos alrededor de la ciudad. Después del congreso en Berlín, Quevedo se entrevistó con los directores del servicio forestal de varios países europeos. El director austríaco le organizó una visita guiada a los esfuerzos de reforestación en su país. Como parte de sus vacaciones de trabajo pasó unos cuantos momentos tranquilos en el Parque Central de Viena, al que describió como encantador. Su siguiente parada fue en Francia, donde visitó las escuelas forestales en Nancy y en la baja Charente. Se entrevistó con Lucien Daubrée, jefe del servicio forestal francés, quien le prometió ayuda financiera y personal francés para una escuela forestal mexicana. Siguiendo el consejo de Daubrée viajó a Argelia para observar personalmente las dunas de arena que los franceses habían estabilizado con árboles. Mientras estaba en Argelia, colectó semillas de pino y acacia con la esperanza de repetir el éxito de Argelia en México. Pudo implementar algunos de los programas forestales europeos en México. En 1908, Díaz aceptó la proposición de Quevedo para crear dunas arboladas artificiales en Veracruz; le convenció su argumento de que tales dunas disminuirían los problemas de las tormentas de polvo, fiebre amarilla y malaria. En este caso se puso a prueba la paciencia del gobierno, ya que tomó varios años el elevar el suelo al nivel necesario. Empero, se mantuvo el financiamiento del gobierno y, en 1913, Quevedo ya contaba con su duna artificial. En 1908, en un paso más, el gobierno francés mandó a México la ayuda y los maestros prometidos para iniciar la escuela forestal. Además de tomar cursos de arboricultura y silvicultura, los estudiantes mexicanos trabajaron en viveros forestales y en proyectos de reforestación, todo ello como parte de la preparación para convertirse en guardas forestales. En 1914, la escuela forestal y su anexo tenían treinta y dos estudiantes, un principio modesto para la profesión forestal en México. Infortunadamente, ese fue el año que revueltas políticas obligaron al cierre de la escuela. Como un primer paso para lograr el conocimiento necesario para la adecuada administración de los bosques del país, la Junta Central de Bosques completó un inventario de bosques en el Distrito Federal (la Ciudad de México y sus alrededores) en 1909. El grupo encontró que aproximadamente el 25% de la región estaba arbolado. Los bosques más grandes que se componían principalmente de abetos y pinos, se localizaban al suroeste de la Ciudad de México. La Junta Central de Bosques advirtió que la conservación de esos bosques, ya muy castigados, era esencial, porque ahí se encontraban las principales corrientes de agua de la región. Además de su propio trabajo de campo, el grupo presentó un cuestionario forestal a los gobernadores y a las juntas locales en toda la república. El cuestionario, que fue el que siguió la Junta Central de Bosques en su reconocimiento de los bosques dentro del valle de México, preguntaba sobre la composición por especies y el tamaño de cada bosque, la climatología y la hidrología de la región, el uso que se hacía de los productos forestales (leña, carbón, construcción, industria, etc.), las causas de la destrucción del bosque, y los esfuerzos de reforestación, si es que se había hecho alguno. Para 1911, los estados habían alimentado a la Junta Central de Bosques con información sobre los tipos de árboles que componían los bosques y sus aplicaciones industriales. Aunque fundamentalmente de naturaleza cualitativa, la Junta Central de Bosques había compilado las primeras estadísticas forestales nacionales. En 1909, Miguel Ángel de Quevedo recibió una invitación del presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt, para asistir a la Conferencia internacional norteamericana sobre la conservación de los recursos naturales, en Washington, D.C. Su asistencia fue una grata sorpresa para los conservacionistas dentro de la administración Roosevelt. Éste había dado instrucciones al jefe del servicio forestal, Gifford Pinchot, de buscar a un delegado mexicano para la conferencia, y Pinchot se sorprendió mucho al conocer los esfuerzos de Quevedo para la reforestación alrededor de la Ciudad de México. Ni Roosevelt ni Pinchot habían tenido conocimiento de las actividades de conservación en México. En muchos aspectos, Quevedo era la contraparte de Pinchot. Como Pinchot, era el principal portavoz de la conservación de los bosques dentro de su país. Aunque no estaba experimentado en silvicultura, compartía el interés y el conocimiento de Pinchot sobre las prácticas conservacionistas europeas. Por su edad, antecedentes de clase alta y determinación, Quevedo y Pinchot eran iguales. Sin embargo, Quevedo y Pinchot diferían fundamentalmente en sus razonamientos sobre la conservación de los bosques. Pinchot creía que la conservación de los bosques debía ser adoptada para evitar una escasez de madera en los Estados Unidos y veía la conservación como un asunto puramente económico. Por el contrario, Quevedo, debido a su educación y experiencia como ingeniero en México, había desarrollado una apreciación de los diversos beneficios que provenían de los bosques. Quevedo explicaba así a los delegados el porqué las preocupaciones forestales eran más amplias en México que en los Estados Unidos y en Canadá: Debido a las formas en que los bosques ayudan al orden general [estabilizando suelos, reduciendo las sequías, e impidiendo inundaciones], es necesario evitar más desforestación del suelo mexicano; este es un asunto más presionante y serio que en los Estados Unidos y Canadá, en cuyos territorios,... los bosques son meramente un punto económico, restringido a proporcionar madera para las necesidades presentes y futuras, y el efecto que la desforestación puede tener en los ciclos hidrológicos y la productividad agrícola es de menor significación que en México. Quevedo dio a conocer a los delegados la forma en que el régimen hidrológico y la geografía de México diferían de los del resto de Norteamérica. A diferencia de Canadá y los Estados Unidos, donde la lluvia cae bastante regularmente, México experimentaba largas épocas secas interrumpidas por breves periodos de fuertes precipitaciones y, por lo tanto, era susceptible tanto a sequías como a inundaciones. Los bosques eran una salvaguardia para ambos desastres. Mientras que en Canadá y en los Estados Unidos la mayor parte de la agricultura estaba confinada a las planicies y a los valles amplios, la mayor parte de la agricultura en México se desarrollaba en las regiones montañosas. Las inundaciones y los restos que dejaban eran unas amenazas mucho más serias para las tierras agrícolas mexicanas que para las de Canadá o de los Estados Unidos. Para Quevedo, la madera era únicamente una pequeña parte de los beneficios que dejaban los bosques. Su interés no era tanto por el establecimiento de una industria forestal basada en los principios del rendimiento sostenible, sino por la protección de los bosques ya que eran biológicamente indispensables. Quevedo no era ni un utilitarista estricto ni un preservacionista a ultranza. Aprobaba el uso de los bosques cuando ese uso no amenazara suelos, climas o cuencas hidráulicas. La importancia de la conservación para el bienestar público siempre estaba primero en sus pensamientos. Así, además de su valor biológico, subrayaba el valor escénico y recreativo de los bosques. En contraste con el preservacionista norteamericano John Muir, Quevedo no apoyaba el punto de que la naturaleza tenía un derecho intrínseco de existir independientemente de si esa existencia servía a la gente. Pero, el mismo Muir promovía el turismo para obtener apoyos para las áreas silvestres. Las consideraciones de Quevedo eran utilitarias, pero en el sentido más amplio de la palabra. Quevedo incluyó en su discurso una lista de recomendaciones que le había hecho a Porfirio Díaz. Estas recomendaciones eran como sigue: proteger los bosques de gran valor biológico en tierras nacionales; adquirir, por medio de expropiaciones si era necesario, terrenos privados biológicamente críticos y terrenos que pudiesen ser reforestados (Quevedo insistía que este paso era necesario porque ya mucho del territorio nacional había sido vendido); someter a los bosques municipales a un régimen forestal adecuado; regular el corte de árboles en terrenos privados; y proveer a los propietarios semillas e instrucciones para reforestar. El gobierno siguió muchas de esas recomendaciones. A fines de 1909, el gobierno de Díaz ordenó la suspensión de la venta de terrenos nacionales, y la Secretaría de Obras Públicas anunció que no daría concesiones para explotación de bosques en terrenos que se determinara deberían ser conservados para el bien público. El gobierno también se adjudicó el poder de expropiar, cuando fuese necesario, para la reforestación de tierras sin árboles y para mantener manantiales y corrientes de agua que aprovisionaran de agua y proporcionaran otros beneficios de salud pública a las ciudades.40 Quevedo y Limantour convencieron a Díaz de usar esta última disposición para crear una zona forestal protegida alrededor del Valle de México, para evitar inundaciones y cuidar la provisión de agua de la ciudad. Sin embargo, después de años de ventas de terrenos nacionales, tan perjudiciales para los bosques de la nación, Quevedo permaneció escéptico acerca del compromiso de Díaz hacia la conservación forestal. Cuando la revolución de Francisco Madero derrocó a Porfirio Díaz en 1911, las metas de conservación de Quevedo en México parecían alcanzables. Madero, que había estudiado agronomía en la Universidad de California en Berkeley, demostró un interés ávido en la conservación. Apoyó los esfuerzos de Quevedo para drenar pantanos estableciendo plantaciones forestales. Madero creó una reserva forestal en el estado de Quintana Roo, en el sureste de México, en el primero de los que parecía que serían muchos de tales decretos. Pero entonces, en 1913, después de un golpe de Estado por Victoriano Huerta, Madero fue asesinado. Huerta mostró una manifiesta falta de interés por la conservación, y Quevedo lo despreciaba. Se opuso vehementemente a la práctica de Huerta de "trasplantar" árboles de las avenidas de la Ciudad de México a su rancho en Atzcapotzalco en el Valle de México y al plan de su yerno para convertir la reserva forestal del Desierto de los Leones en una operación de juego estilo Monte Carlo. Por su parte, Huerta consideraba a Quevedo y sus colegas como subversivos. Amenazó tan seriamente a los profesores franceses de silvicultura, de quienes sospechaba que apoyaban a las fuerzas de la oposición, que tuvieron que abandonar el país. Cuando un amigo advirtió a Quevedo que había visto su nombre en una lista de asesinato, el conservacionista, también, se fue renuentemente al exilio en 1914. (Huerta fue derrocado más tarde en ese mismo año). La fatiga, la enfermedad y el estallido de la Primera Guerra Mundial limitaron los estudios forestales de Quevedo durante su exilio en Europa, Poco antes del comienzo de la guerra, estudió la política francesa hacia las comunas forestales. Quevedo alabó al gobierno francés por mantener intactas las reservas forestales comunales, creyendo que el fraccionamiento de tales terrenos habría tanto complicado su administración, como aumentado el potencial del abuso individual de la tierra. Bajo los programas franceses, los campesinos vendían madera muerta y pequeños productos forestales en subasta pública. Diez por ciento de los ingresos eran usados para ayudar a financiar el Servicio Forestal Francés, dentro de cuyas más importantes funciones estaba la de restaurar y reforestar las tierras afectadas. Quevedo notó con gran satisfacción que no sólo la gente ganaba económicamente con los arreglos de la subasta, sino que, al mismo tiempo, estaban ayudando a proteger la agricultura, las condiciones climáticas, el ciclo hidrológico y la belleza de la naturaleza. Quevedo pensó que México podía aprender de la experiencia francesa. Declaró que los campesinos habían sido responsables de mucha de la destrucción de los bosques de México, y temía que si no se fijaban límites a la redistribución de la tierra, después de la Revolución, los bosques de México estaban condenados. Insistía en que los campesinos, a quienes se adjudicaran tierras, deberían de dejarlas inalteradas si no eran adecuadas para la agricultura. En lugar de desmontar irresponsablemente la tierra para cultivarla, deberían de buscar tierras más apropiadas en otras partes del ejido (tierras comunales), hacer uso apropiado de los productos forestales y desarrollar otras industrias. México debería de seguir el ejemplo francés, inculcando en el campesinado el reconocimiento del valor de los bosques. Mientras Quevedo estudiaba prácticas forestales en Francia, sus esfuerzos forestales en México eran deshechos por la revolución. En Veracruz, los árboles que le tomó varios años plantar fueron destruidos en semanas por soldados en busca de leña. Otras áreas habían sido similarmente saqueadas. La Revolución, que había sido tremendamente destructiva en términos de vidas humanas, también había tenido un profundo impacto ambiental. Después de la derrota de Huerta por las fuerzas constitucionalistas, Quevedo regresó a México para continuar con su cabildeo para la conservación de los bosques. En marcado contraste con el régimen de Huerta, algunos elementos dentro del nuevo gobierno eran receptivos a las ideas conservacionistas. Trabajando en pareja con el Secretario de Obras Públicas, Pastor Rouaix, Quevedo convenció al presidente Venustiano Carranza, en 1917, para establecer el Desierto de los Leones como el primer parque nacional de México. También logró otro de sus objetivos cuando persuadió a los delegados a la convención constitucionalista para incluir un punto de programa conservacionista dentro de la Constitución. El artículo 27 de la Constitución de 1917 establece: "La nación siempre tendrá el derecho de imponer sobre la propiedad privada, las reglas que dicte el interés público y de reglamentar el uso de los elementos naturales, susceptibles de apropiación de modo de distribuir equitativamente la riqueza pública y salvaguardar su conservación." Esta cláusula dio los cimientos para la legislación conservacionista post-revolucionaria de México. Después de la muerte de su esposa por la influenza española en 1918, un Quevedo aquejado por la tristeza, abandonó temporalmente sus actividades de conservación. Sus amigos buscaron proyectos que le ocuparan su mente, y después de algo de presión lo convencieron de continuar su lucha para proteger los recursos naturales de México. Quevedo trabajó en favor de la fauna silvestre de la nación, y también de sus bosques. Muy notablemente, encabezó el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres durante la década de 1930 (la organización fue creada en 1931 como afiliada de el Comité Internacional de protección a las aves). El Comité Mexicano mantenía la tesis de que existía una racionalidad científica ética, económica y estética para la protección de las aves silvestres. El grupo lamentaba el hecho de que debido a la irrestricta cacería y desforestación las aves no habían dispuesto del espacio necesario para reproducirse. La pérdida de vida alada no sólo había disminuido el encanto de los bosques, también había llevado al incremento del daño por insectos nocivos a los huertos, campos de cultivo y bosques. El comité se comprometía a educar a la juventud del país sobre el valor de las aves, a publicar folletos, a organizar conferencias y exposiciones fotográficas, a promover la reforestación y la creación de parques urbanos, a urgir a las autoridades para crear leyes de conservación, y a estudiar el importante papel ecológico de las aves. En sus esfuerzos por proteger las aves migratorias, el Comité fue ayudado indirectamente por Edward Alphonso Goldman, un biólogo de campo de la Oficina de E.U. para Estudios Biológicos. Goldman estudió las condiciones de las aves acuáticas en el Valle de México, ocasionalmente durante un periodo de treinta y un años (1904-1935). En 1920, fue acompañado en estas tareas por Valentín Santiago del Museo de Historia Natural en la Ciudad de México y de la Dirección de Estudios Biológicos. Los conservacionistas mexicanos mostraron un gran interés por los informes de campo de Goldman. Apreciaron particularmente su descubrimiento de que la población de aves acuáticas había declinado severamente en el Valle de México desde principios del siglo como resultado de la desecación de los humedales y del uso continuo de las “armadas” (baterías de disparo). Goldman estaba consciente de que los funcionarios mexicanos de caza estaban preocupados por esta última amenaza a las aves acuáticas: "Al reconocer el hecho de que el número de patos se reduce gradualmente por el uso de baterías en el Valle de México, los funcionarios de caza están tratando de restringir y, en última instancia, abolir por completo el uso de las armadas." El trabajo de Edward Alphonso Goldman, el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres y los funcionarios de caza mexicanos contribuyeron a que el gobierno mexicano decidiera prohibir las armadas, en 1932. Quevedo aportó su nombre y algo de sus energías a los esfuerzos para salvar a las aves, pero su principal preocupación era la conservación de los bosques. En 1922, creó la Sociedad Forestal Mexicana, que era la reencarnación de la Junta Central de Bosques, (excepto por el hecho de que ya fue una organización privada). Un año más tarde, la sociedad publicó el primer número de México Forestal. En este número inaugural, la sociedad forestal explicaba su razón de existir: La Sociedad Forestal Mexicana fue formada por un grupo de individuos convencidos del importante papel jugado por la vegetación de los bosques y principalmente el árbol... en el mantenimiento de un equilibrio climático, en la protección de suelos y aguas, en la economía general y el bienestar público, convencidos, aún más, de estos efectos benéficos por las acciones perjudiciales que están destruyendo nuestros ricos y benéficos bosques ancestrales. La sociedad creía que el ciudadano consciente debía de pensar en el futuro y, por lo tanto, debía "clamar contra el silencio de nuestro país hacia el suicidio nacional que significa la ruina del bosque y el desprecio por nuestro árbol protector." Daba la bienvenida a los esfuerzos que hacían los grupos forestales en otras naciones. La Sociedad Forestal Mexicana hacía notar que la conservación de los bosques "no está restringida a los estrechos límites de las fronteras nacionales porque los bosques benefician a toda la humanidad, conservando el equilibrio climático y la biología en general de todo el globo terráqueo." Una de las principales metas de Quevedo y de la Sociedad Forestal Mexicana era la implantación de una enérgica ley forestal. Los funcionarios de la Secretaría de Agricultura de la administración de Álvaro Obregón (1920-1924) escuchaban y apoyaban las peticiones de la sociedad para tal ley: Esta Secretaría ha recibido diariamente muchas quejas sobre cómo la tala de bosques destruye no sólo la provisión de madera, sino de cómo provoca resultados más graves al secarse las corrientes de agua y al producirse desastrosas inundaciones que dejan una estela de tierra estéril y desértica. Es por ello que la Secretaría, con el objetivo de evitar tales daños, recomienda al gobierno que tome las medidas necesarias... para detener estas caóticas prácticas ... y establecer una explotación racional de los bosques que garantice la conservación perpetua y el uso de ellos. Una comisión nombrada por el gobierno, con Quevedo como uno de sus miembros, produjo un borrador de ley forestal en 1923. Después de algunas modificaciones y redacción de este borrador, el presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) promulgó una ley forestal en 1926, y su correspondiente reglamento en 1927. La ley forestal fue el arquetipo para toda la subsecuente legislación forestal en México. Por primera vez a nivel nacional, las actividades forestales fueron reglamentadas en los terrenos privados: todas las entidades, tanto individuos como corporaciones, tenían que someter a los funcionarios de agricultura, para su revisión, sus planes para actividades forestales. También el gobierno se empeñó en administrar cuidadosamente el uso de terrenos públicos. Como parte de este esfuerzo, las autoridades federales restringieron las concesiones para extraer madera en las reservas forestales a 50,000 hectáreas en los trópicos y a 5,000 en las regiones templadas. En las vertientes, y cerca de los centros de población, el ejecutivo federal autorizó la creación de zonas forestales, en las que únicamente se podían talar árboles marcados. Adicionalmente, el gobierno prometió establecer parques nacionales en áreas con altos valores biológicos, escénicos y recreativos. Los funcionarios de agricultura procuraron evitar la degradación de pastizales y bosques obligando a todos los propietarios de ganado a obtener un permiso para sus actividades. Más aún, prometieron combatir plagas y conseguir el apoyo de la ciudadanía para prevenir incendios forestales. Finalmente, para dar la infraestructura necesaria para la protección y restauración de los bosques de México, el ejecutivo federal ofreció crear un servicio forestal, restablecer la escuela forestal, y establecer viveros forestales. El logro del gobierno sobre la aplicación de la ley estaba mezclado. Los funcionarios federales desarrollaron un programa de reforestación y apoyaron a los gobernadores de los estados para el establecimiento de viveros forestales. Complementando estas actividades, maestros capacitados por la Secretaría de Educación daban lecciones prácticas a los campesinos sobre la formación de viveros y la reforestación de las laderas de las montañas, explicándoles la gran importancia de los bosques en la protección de la agricultura, el mejoramiento del clima y en mantener todos los "fenómenos necesarios para la vida de los pueblos". En otro frente, el gobierno mexicano recomendaba a los gobernadores iniciar una enérgica campaña contra el uso de carbón de madera como combustible. Como parte de esta campaña, los funcionarios del gobierno en la Ciudad de México pidieron a los gobernadores estatales popularizar el uso de gasolina, carbón mineral y electricidad para cocinar y para calefacción. Unas cuantas de estas iniciativas, sin embargo, llegaron a ser algo más que proyectos piloto. Desafortunadamente, el gobierno no creó parques nacionales. Tampoco proporcionó recursos económicos adecuados para el servicio forestal o para la escuela forestal. De hecho, la escuela forestal duró menos de un año (1926-1927). Después de eso, un profesor en la Escuela Nacional de Agricultura dictó los únicos cursos de silvicultura. Tom Gill, un norteamericano que estudió la política forestal en México a fines de los años veinte, puso en tela de juicio las prioridades nacionales: "Al recortar la modesta partida necesaria para mantener la escuela, la justificación del gobierno fue la economía. Es la misma justificación que muy frecuentemente usan los gobiernos en todo el mundo cuando quieren cortar partidas con beneficios a futuro, en favor de partidas que proporcionan un beneficio político más inmediato." Un Quevedo frustrado criticaba aún más al gobierno, acusando que algunos miembros de la Secretaría de Agricultura no eran muy honestos al hacer cumplir las leyes. La explicación de Gill para el fracaso de los programas de conservación era más sistemática: "Uno debe de aceptar con renuencia que la actual ley forestal de México no ha impedido mayormente el saqueo de los bosques. La historia de la nación tiene amplias pruebas de que las leyes, por si mismas, tienen poca fuerza, a menos que detrás de ellas se encuentre alerta la fuerza policiaca del gobierno y la buena disposición de los habitantes de la nación." Gill añadía, "La silvicultura sigue siendo una materia interesante sólo para un pequeño puñado de hombres y mujeres cultos y previsores, que en su mayoría viven en la Ciudad de México. No se ha convertido en una parte de la diaria existencia de México." Charles Sheldon, un cazador de piezas mayores norteamericano, que se lamentaba por la desaparición de los grandes mamíferos que habían adornado sus viajes por los desiertos del norte de México, también hacia notar la falta de apoyo oficial y del público para uno de los decretos más importantes para la fauna silvestre: la veda de diez años del presidente Obregón para la cacería del borrego cimarrón y del antílope (1922). Sheldon exclamaba: "Eso [la prohibición] es todo. Ni recursos para pagar a los guardias, ni planes de acción, van junto con el decreto. No se dispone de deportistas que se preocupen por exigir su cumplimiento, ni existen sentimientos locales a favor de cuidar la fauna." Como sugerían Gill y Sheldon, la aplicación de las leyes de conservación se debilitaba por el desinterés de poderosos funcionarios mexicanos y por la falta de un apoyo público general. El presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) corrigió el problema de la apatía en los altos círculos políticos ya que él mismo tenía un profundo interés en la protección de los recursos, pero su administración aún se enfrentaba a la difícil tarea de generar entusiasmo para la conservación entre los mexicanos. En la campaña presidencial de 1934, Lázaro Cárdenas se puso en contacto con Quevedo sobre su interés de encabezar un Departamento Autónomo Forestal, de Pesca y de Caza. Modestamente, al principio rechazó el ofrecimiento, diciendo que era ingeniero y no político. Entonces Cárdenas lo invitó a acompañarlo en un acto de campaña en Veracruz. Después de la visita y de felicitar a Quevedo por su trabajo en la creación de dunas arboladas (un proyecto al que regresó a fines de los veinte), Cárdenas volvió a preguntarle si aceptaría el puesto, y esta vez Quevedo dijo que sí. Las décadas de los veinte y los treinta fueron un período productivo para la conservación en México. Cuando Cárdenas llegó a la presidencia, muchas importantes leyes de conservación ya estaban publicadas. Ahora era el momento tanto de hacerlas cumplir, como de educar a la ciudadanía sobre la necesidad de la conservación.
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